Hoy he visitado a David. Fui yo quien le diagnosticó hace unos cuantos años de esclerosis múltiple (EM). Desde hace algo más de 4, está tomando un tratamiento oral, no ha tenido brotes, y las resonancias (RM) no muestran actividad, pero él va empeorando. Esta es una condición conocida.
El hecho de empeorar, lo que llamamos progresar, ocurre a pesar de que la enfermedad no esté activa desde el punto de vista inflamatorio, es decir no haya brotes y la RM no muestre más lesiones.
David me ha preguntado que por qué no le cambio el tratamiento. Me ha pedido información sobre las células madre, sobre el nuevo fármaco que acaban de anunciar en los medios de comunicación, que te lo tomas y estás 4 años sin enterarte de la enfermedad, y me ha explicado que conoce a una persona cercana que le han cambiado ya 3 veces de tratamiento, y le ha dicho que el último tratamiento le va bien. No entiende por qué él no cambia, por qué no le aconsejo nada nuevo.
“¿Me tengo que inventar brotes para que me cambie?, me ha preguntado”
Los tratamientos que tenemos en la actualidad, todos, sirven para controlar la actividad inflamatoria de la enfermedad (los brotes y la RM), pero no son útiles para evitar el empeoramiento neurológico progresivo que también asocia la enfermedad, mal que nos pese.
Si el componente inflamatorio está controlado con un tratamiento no hay porqué cambiarlo, pues se está cumpliendo el objetivo y, por tanto, no hay un tratamiento mejor. No hay garantía de que cambiar a otro fármaco vaya a reportar ningún beneficio y, además, va a provocar un efecto sobre el sistema inmunitario que se suma al que ya ha provocado el fármaco que se está tomando. Cambiar de tratamiento porque sí, somete a un riesgo de seguridad innecesario, a un daño colateral que será necesario justificar.
Empezamos a tener demasiados fármacos para la EM y corremos el peligro de actuar demasiado en nuestro deseo de controlar la enfermedad
Esto ya ha ocurrido con el tratamiento del cáncer de mama, por ejemplo.